El aroma a mañana, el ruido de la madera vieja,
el sol tibio que entraba por la ventana, me hizo recordar que ya había estado
en ese lugar. El escenario seguía intacto, el telón rojo de terciopelo ahora
tenía algunos bordados en color oro y sus asientos estaban perfectamente lustrados. Cerca de los camarines,
había un bar donde la gente reía, otros leían el diario matutino tomando su
café, algunos bostezaban y se desperezaban, unos pocos todavía seguían somnolientos, un pequeño
grupo (que creo eran los habitué del
lugar) conversaban y contaban que tan felices eran sus vidas.
Yo bajaba unas
escaleras que crujían y miraba las partículas en el aire que brillaban con esa
luz intensa pero a la vez cálida que entraba por vaya uno a saber. Mientras miraba a esas personas me di
cuenta que tenían un algo que los hacía especiales... quizás porque los veía felices y es algo a lo que no estoy acostumbrada a ver normalmente en gente adulta. Llegué a la conclusión de que nos
encontrábamos allí porque era un espacio para poder alejarse, por lo menos un
rato, del mundo exterior. Ese mundo agobiante, rutinario, triste. Donde nadie se preocupa por el otro y en el cual el éxito solo se encuentra en
frente de un monitor sentado en una oficina vistiendo un aburrido traje. Afuera todo era sombrío pero este teatro tenía una belleza única. Me desperté contenta,
porque por un rato pude volver a ese extraño
lugar que tan bien me hacía.
(¡Que lindos son mis sueños recurrentes!)
(¡Que lindos son mis sueños recurrentes!)
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